Este, es un bueno para nada..

Como chinga este cabrón,...

No me llegan, pinches feos !!

Pero es una madrecita así Enriquititito !!

POBREZA

domingo, 8 de febrero de 2009

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Compañeros me permito insertar los comentarios de un gran escritor que navega en las latitudes del Foro de Deudores y es un completo diamante. Leamos pues:

Saludos querid@s forist@s:

Estaba el lunes a punto de concluir mi reclusión forzosa por la falta de efectivo derivada de una firma mal hecha en un cheque (y una bancarización salvaje peor hecha) cuando me llamaron por teléfono para confirmarme un viaje de chamba.

Sin tarjetas para comprar los boletos, no tuve más remedio que asaltar la alcancía de mi hija menor, incluyendo algo de lana para cigarros... Salí el propio lunes a media noche rumbo a un lugar en la costa Nayarita. Fue llamada la Costa Dorada en la época en que el cultivo de tabaco dejaba algo de dinero a los ejidatarios para vivir el resto del año. Ahora el tabaco languidece y en su lugar se han generalizado las hortalizas, algunas muy extrañas, utilizadas en la cocina vietnamita, todas ellas producto de exportación principalmente a los Estados Unidos.

Como hago de todo, o casi de todo, cogí mi equipo (cámara fotográfica, equipo de video, suficientes tarjetas de memoria y cassettes) y me encontré con mis compañeros de proyecto el martes en algún punto cerca del mar. Al medio día estábamos ya en un campo en el que se cultivan jícamas. Un adolescente intentaba destapar los conductos de los aspersores brincando con agilidad del tractor y, sin guantes ni equipo protector alguno, golpeaba en los tubos para que pudiera brotar el veneno. El extraordinario paisaje verde era un lugar engañoso. El adolescente, con su cinturón piteado, sus jeans, su camisa blanca, su gorra de beisbolista, sacudía las manos para quitarse un poco del veneno neurotóxico. Luego volvía a trepar al tractor, avanzaban unos metros y el ingenio aquel volvía a taparse.

Yo alternaba la cámara fotográfica con el video en el tripié, brincando entre los surcos para conseguir una toma que le contara a la gente la asombrosa historia de un país que permite la violación de todas las normas internacionales en materia de trabajo infantil y de adolescentes, de control y seguridad química.El sol abrasador, el olor a muerte de los agroquímicos, un tiradero de envases vacíos, el paisaje verde de la costa nayarita...Estuvimos en aquel campo poco más de media hora.

Era sólo el comienzo. Estas escenas se repitieron una y otra vez. En un depósito de envases vacíos de agroquímicos, otro adolescente con el que pude charlar unos minutos, trabajaba afanoso enfundando en un traje plástico pero sin mascarilla contra gases. Disparé cientos de veces la cámara fotográfica. Le pregunté por la escuela. No asiste. Le pregunté si tenía otras opciones de trabajo. No me contestó nada. Una de estas tardes dantescas nos avisaron que en un pequeño pueblo cerca de una playa había cientos de trabajadores con sus familias durmiendo en las calles. Y hacia allá fuimos.

Siempre que puedo pregunto a la gente si puedo hacer la fotografía, pero cuando vi llegar aquel camión comprendí que no tenía de otra: corrí hacia la parte trasera. Por los costados comenzaron a brincar los más jóvenes. Alguien abrió la puerta de atrás. Yo acababa de insertar una tarjeta de dos megas y comencé a disparar. La mayoría eran niños o mujeres madres niñas con los bebés colgando en la espalda, tan pequeños como ellas, tan solos, tan abandonados como ellas. Con sus cubetas en la cabeza, cubiertas con trapos en la cara, bajaban de aquel camión una detrás de otra, más pequeñas que mi esperanza de que esto cambie algún día.

Habían ganado cien pesos luego de doce horas de trabajo continuo, interrumpido quizás para morder una tortilla. Nahuas de Guerrero, mixtecos de Oaxaca, coras de Nayarit, bebés adornados con un sombrerito negro que les protegiera el sol, pequeños bebés de tres o cuatro meses envueltos como cebollas -¡ay Miguel Hernández!- en telas y telas de un ajuar absurdo e inútil. Comprendí que aquellas niñas mamás habían trabajado todo el día sin desprenderse de sus hijos, llevándolos en la espalda cubeta tras cubeta, alegando de cuando en cuando la cuenta de lo que habían cortado, acercando un poco de agua a sus niños del tambito que se amarran a la cintura para aguantar la sed, el sol, el olvido.

No me importó que alguien comenzara a gritar que me quitaran la cámara. Yo seguí disparando, con más rabia cada vez, con los lentes empañados y sí, lo reconozco, llorando por las tetas secas a las que se pegan los bebés, por los zapatos rotos, por la piel cuarteada, por la mirada de alguna de ellas que ni siquiera reclama con voz, solo con luz de vidrio, y no a mí sino quizás a la vida. Cuando se vació el camión yo también estaba vacío. Un par de viejos del pueblo se habían colocado junto a mí, guardianes. Y ahí se quedaron un rato. Me ofrecieron un cigarro que me fumé despacito. Uno de ellos dijo: ya voy a encender las luces del kiosco. El otro, antes de apagar en el piso su cigarro, me dijo: avise lo que está pasando. Necesitamos suero para los niños porque les pican los alacranes y no llegan a donde está la clínica. Hacen falta letrinas. Las mujeres no tienen dónde hacer del baño. Necesitamos agua. Necesitamos plásticos para que la gente no duerma a raiz de tierra. Avise, por favor, avise.

Perdonen que no me ocupe de las cartas que me enviaron los banqueros esta semana para recordarme que les debo. Perdonen que no me entristezca por las despedidas ni celebre los reencuentros. Pero es que hay cientos de miles de bebés durmiendo a flor de tierra, cientos de miles de niñas mamás que en este momento en el que escribo ya están dobladas sobre el surco identificando al tacto la fruta del tomate que van a cortar. Y yo no tengo más que su imagen capturada mordiendo mi conciencia.

Trigo

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